jueves, 21 de febrero de 2013

Infancia, bendito tesoro

Cuando somos niños, nos pasamos la gran parte del tiempo soñando en ser ser adultos, sin saber realmente lo que eso conlleva. Tomar decisiones, estudiar, trabajar, pagar facturas, enamorarte, desenamorarte, obligaciones, cánones impuestos por la sociedad...
Si una cosa identifica a un adulto de un niño es la capacidad para dificultase la vida. Los niños ven y hacen las cosas de una manera sencilla, plana y sin rodeos. Si algo no les gusta, lo dicen, si algo les aburre, les asusta o les divierte te lo hacen saber. Nunca verás a un niño decir algo que realmente no siente. Los niños son puros y frescos, todo lo que sale de ellos es real y verdadero. En cambio cuando crecemos tendemos a complicarlo todo, los NO se convierten en QUIZÁS o los SI en NO. Empezamos a pensar demasiado en las cosas simples y a darles demasiadas vueltas a cosas que fácilmente se podrían solucionar. Mentimos, engañamos y ocultamos nuestros propios sentimientos con el fin de intentar así ser felices y hacer felices a los que nos rodean. Nuestras vidas se convierten en una lucha continua entre mente y realidad en la que nuestra mente domina por completo la situación.  Siempre he creído que aquellas personas que piensan menos sobre las cosas que ocurren en su vida son las más inmaduras, pero ahora caigo que el hecho de ser maduro no te da como premio la felicidad. Dicen que la gente más ignorante es la más feliz y no podría estar más de acuerdo. Toda nuestra infancia nos la pasamos jugando a ser médicos, enfermeras o a padres y madres, pensando lo genial que sería si fuésemos adultos, pero una vez llegas a la etapa adulta echas en falta las horas de juego sin ninguna preocupación y te das cuenta de que los humanos tenemos la extraña manía de soñar con algo, conseguirlo y después echar de menos lo anterior. Si alguien me preguntase ahora que quiero ser de mayor, sin dudarlo diría que querría volver a ser pequeña.








A.

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